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El público aplaude el esfuerzo de
los corredores populares. /FD |
El
público se entretuvo apreciando la diferente
estampa de los atletas de élite y de
los corredores populares
Lo decía el juez a las ocho de la tarde:
«Por favor, los atletas con números
inferiores al cien colóquense en la primera
línea de salida; los demás, en
la segunda línea de salida». Aunque
para determinar ese orden no hubiera hecho falta
tanto protocolo.
Los
dorsales aportaban una información casi
superflua. Bastaba con echar un vistazo al número
2 para darse cuenta de que había dos
tipos de atletas sobre el asfalto. Aquel joven,
por ejemplo, apenas tenía un músculo
visible.
Era
alto como un pináculo, negro como un
túnel y con la carne justa para cubrir
el esqueleto. Los gemelos habían desaparecido
y ni bíceps ni tríceps se asomban
al mundo exterior. La gente miraba a los corredores
de la primera fila con admiración y cuchicheos.
Y no sólo por su estampa filiforme: desde
que sonó el pistoletazo inicial, apretaron
a correr como almas en peligro, sin hacer cálculos
ni mediciones conservadoras ni nada: una hora
a todo trapo.
A los demás corredores, los espectadores
los contemplaban con un interés bien
diverso. Iban primero a la caza del conocido:
por ahí anda Menganito; ése es
Fulanito el vecino; el de allá es Zutano,
el marido de la Zutana. Y, luego, se entretenían
en ver quién llevaba la camiseta más
rechiflante o quién, a diferencia de
los africanos de la primera fila, tenía
los músculos más impropiamente
desarrollados.
Y
mientras se tomaban un helado o una cocacola,
jaleaban a los suyos y cruzaban apuestas sobre
si el Mengano o el Fulano iban a soportar las
dos horas de agonía que se le venían
encima.
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