Los monjes cistercienses cimentaron
en los siglos XI, XII y XIII en los cauces del Ebro y del Duero
una cultura del vino sobre la que hoy se asientan grandes denominaciones
de origen: un camino vitivinícola paralelo al de Santiago.
El legado
del Císter
Las cuencas
del Ebro y del Duero acogen un buen número de lo que hoy
conocemos denominaciones de origen, unas zonas vitícolas
que ya estaban perfectamente definidas desde la Edad Media, con
la llegada a la península de los monjes cluniacenses y,
sobre todo, cistercienses.
Estos clérigos, de origen francés,
trajeron a España un sistema económico y sociocultural
nuevo, en el que el vino ocupaba un lugar especial. La innovación
que ello supuso afectó, además de al cambio de
orientación productiva de muchas tierras, al asentamiento
de una considerable población rural y a las propias normas
y costumbres de las gentes. Pese a que se da por supuesto que
la necesidad del vino para el culto eucarístico era el
motor que impulsaba la plantación de viñedos, no
es menos cierto que la verdadera razón del despegue de
las grandes plantaciones estaba en el suministro de caldos a
los comerciantes (principalmente judíos, y grandes artífices
también, como competencia directa de los monjes, de esta
cultura del vino), quienes ya desde el siglo XI reclamaban a
lo viticultores el vino que los ricos burgueses demandaban.
En Europa, las cepas fueron ocupando terrenos
fluviales, ya que por estas vías podía ser transportado
el vino con menos riesgo que por los caminos. Las abadías
alemanas y francesas se pusieron pronto a la cabeza en la producción
de vinos. El Rhin y el Sena se convirtieron así en grandes
autopistas de comercio vinícola.
En España, la situación era
distinta. Los viñedos entonces eran escasos, y se localizaban
fundamentalmente en el sur, donde los árabes, pese a la
prohibición mahometana, tenían en gran estima los
placeres de la vida. Siguiendo el ejemplo francés, se
trató de producir buen vino en las riberas el Ebro y del
Duero. Fueron también los monjes procedentes del otro
lado de los Pirineos quienes plantaron las cepas. Posteriormente,
vendría la peste negra (mediados del XIV) y llegó
el abandono. Pasarían muchos años hasta que la
vid volvió a sus lugares anteriores, aunque las abadías
cistercienses volvieron a llenar sus bodegas hasta la desamortización
de Mendizábal. Tras el decreto de 1836 que dejó
sin posesiones a los monasterios, las viñas pasaron a
manos de nobles y ricos burgueses y el sentido simbólico
del vino se perdió en beneficio exclusivo del económico.
Como si fuera una maldición, otra "peste" que,
en esta ocasión afectó a la vid, sobrevino a finales
del XIX: la filoxera. Pero, durante siete siglos, los monjes
cistercienses crearon una cultura del vino en España que
caló profundamente y que hoy en día está
en pleno apogeo.
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